En diferentes protocolos notariales del siglo XVIII de escribanos como Vicente Ibáñez de Lara o Juan Antonio Catalá y Ruiz, observamos el mismo «guion» a la hora de testamentar o proceder a dejar documentadas sus últimas voluntades los vecinos de Chiva.
Así, en primer lugar, tras reseñar el testador que actúa «en nombre de Dios nuestro Señor y de la Virgen santísima su Madre, concebida sin mancha ni sombra de la culpa original en el primer instante de su vez purísima y natural», expone los motivos que le llevan a testar. Después, y antes de comenzar a enumerar sus voluntades, vuelve a dejar claro su creencia en el «Misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero, y en todo lo demás que tiene, cree y confiesa la Santa Madre Iglesia Católica, en cuya fe y creencia he vivido y proyecto vivir y morir, y deseando salvar mi Alma, otorgo y dispongo mi testamento de la forma siguiente»…
Primeramente, el legador vuelve a encomendar su alma «a Dios nuestro Señor que la crió y redimió con el inestimable precio de su Santísima sangre» y suplica «a la divina Majestad la lleve consigo al eterno descanso del Cielo para donde fue criada y el cuerpo mande a la tierra donde fue formado». A partir de ahí, comienza lo que creemos más relevante en estos documentos, pues evidencian la costumbre de enterramiento extendida en nuestro pueblo en esa época. De esta forma, los testadores (tanto hombres como mujeres) muestran un firme deseo: «cuando Dios nuestro Señor sea servido de llevar de esta vida mi cuerpo, sea vestido con hábito de nuestro Padre San Francisco del Convento de San Luis Obispo de esta villa y enterrado en la iglesia parroquial de ella».
En este punto hay que reseñar que cambia el lugar en que quieren ser sepultados dentro del propio convento (su iglesia estaría en lo que hoy es el Cine Astoria) o del templo mayor. Del primero, vemos como se eligen espacios como la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, frente al altar de San Antonio de Padua, o el de la Purísima Concepción. En el segundo, vemos que la preferencia es la capilla de Nuestra Señora del Rosario; aunque, igualmente, se mencionan otras ubicaciones para depositar el ataúd como el «vaso y sepultura de las Almas» o frente al altar de la Virgen de los Desamparados.
Por otra parte, y antes de pasar a nombrar albaceas y distribuir la herencia, los legadores manifiestan su voluntad de que el entierro se celebre según la costumbre local, con los actos acostumbrados; y que se oficien las misas, entre ellas, por lo general, una oración cantada de Réquiem con sus letanías. Así, algunos revelan su deseo de que a sus entierros asistan la Reverenda Comunidad del referido Convento franciscano y el Capellán de Nuestra Señora del Castillo; también que además de las misas en el pueblo, se encarguen otras en la ermita de la Virgen del Castillo o incluso en Valencia.
Por ejemplo, los consortes Jerónima Rodrigo y Vicente La Huerta, labrador, en su testamento de nueve de marzo de 1753, disponen: «Mandamos y es nuestra voluntad que se nos digan y celebren las misas rezadas siguientes: tres misas con misereres en el Santo Cristo de San Salvador en la ciudad de Valencia, tres misas en el Santo sepulcro de San Bartolomé en dicha ciudad y tres misas en la Capilla de Nuestra Señora de los Desamparados de la misma ciudad, dando por cada una de las dichas nueve misas rezadas, que se han de celebrar por cada uno, la limosna acostumbrada». Los mismos ya habían decidido que en sus respectivos entierros «si hubiera lugar, o sino al día siguiente, se nos digan y celebren, por cada uno, tres misas cantadas de cuerpo presente, con sus letanías y demás actos acostumbrados, esto es, una del Santísimo Sacramento, otra de la Virgen Santísima y otra de Réquiem.
Para el pago de estos servicios determinan: «Mandamos y es nuestra voluntad que de nuestras respectivas herencias se tomen por Bien de nuestras Almas, y en remisión de nuestros pecados, cincuenta libras de moneda corriente de este Reino, por cada uno, de las cuales se pague el gasto de los entierros, limosna de hábito, misas cantadas y rezadas y asistencias con los demás gastos a ellos concernientes, y la cantidad que sobrase se distribuya en celebración de misas rezadas a disposición de los albaceas testamentarios». En este caso, concretamente, entre estos custodios se encuentran el propio notario Juan Antonio Catalá y Ruiz y el Reverendo padre guardián del convento de San Luis Fray Tomás Martínez. Además, podemos citar, anecdóticamente y para concluir, que en la heredera universal de sus bienes es su hija María Manuela La Huerta y que en el documento figuran como testigos Vicente Hermán, mercader y los maestros cirujanos José Navarro y Antonio Inza. Ésto enlazaría con el artículo de la semana pasada de nuestro blog sobre la relevancia de estos sanitarios.
Así pues, estos testamentos, nos revelan datos trascendentales de las costumbres y liturgias de la población y la época, como el hecho de vestir a los finados con el hábito de San Francisco. Esto, por supuesto, muestra el peso del gran convento de la orden franciscana establecido en nuestra población desde el siglo XVII (1611). De ahí que vemos como los entierros y las misas se reparten entre la parroquia y el convento que tiene mayor prestigio (en estos años que hemos tratado todavía la iglesia mayor sería la de San Miguel, pues la de San Juan estaría en construcción).
Por otra parte, estos textos notariales, también nos dan una idea de la capacidad económica del individuo, además de por los bienes que deja en herencia, por el número de misas y limosnas que podía encargar «para descargo de su alma». Como vemos, la sociedad en esa época y hasta bien entrado el siglo XX era profundamente religiosa y el poder de la Iglesia enorme; así la cercanía de la muerte provocaba en el sujeto un desasosiego que, en algunos casos, conducía a una precipitada toma de decisiones para la preparación del óbito «en paz con Dios«. El moribundo ordena decir muchas misas y dar limosnas a instituciones religiosas o civiles de manera que incluso, con relativa frecuencia, podía hipotecar durante un tiempo la economía de sus herederos, al tener estos que asumir unos gastos que superaban sus posibilidades reales.
Se tenía por cierto que estas misas constituían un requisito fundamental para «acortar las penas del Purgatorio y poder alcanzar la salvación eterna» y, si algún vecino con medios económicos moría sin testar, la Iglesia trataba de cubrir este hecho y habilitaba al obispo de la diócesis y, en su defecto, al vicario local, para otorgar un testamento en su nombre, una vez difunto, para que el finado no quedara «desamparado» en la otra vida. De manera que el obispo o el vicario podían ordenar, así, las misas y obras pías que le correspondieran de acuerdo con su estatus social.
Esta prerrogativa de la autoridad eclesiástica se basaba en la creencia, pues, de que nadie debía abandonar la tierra sin los correspondientes sufragios por su alma. De modo que, testar para ordenar los gastos en el entierro, las misas y otros oficios litúrgicos, era todo un deber de caridad, aunque el efecto colateral era, también, garantizar unos buenos ingresos al clero local.
El estudio de estos testamentos, desde luego, nos ayuda a comprender nuestra historia, tarea fundamental de nuestra asociación, investigar, para entender, para reflexionar y avanzar en libertad, se vista uno con el hábito que sea.
*En la imagen detalle de la talla de la Inmaculada proveniente del antiguo convento de San Luis Obo. S. XVII. Chiva.
JCM
Fecha de publicación: 28/07/2021