En el reportaje de A punt dedicado a Chiva, del pasado lunes, se emitió, entre otras cosas, unos apunte sobre la Casa de los Morales, donde se dice que estuvo el taller de Vergara. Pero, ante la demanda de nuestros lectores y como en el reportaje (debido al formato del programa) fue muy breve, queremos aportar nuevos datos, incluso extendiéndonos más de lo habitual, sobre este singular inmueble.
Para ello, volvemos a un artículo que publicamos en Átame, en 2012 (número 7), gracias a las informaciones de la familia Morales.
Aquel texto comienza destacando la coyuntura de los años finales del XIX, cuando se reforma este inmueble, que fueron claves en el desarrollo de la economía valenciana. Así, con el auge de la burguesía y de la demanda exterior de vinos (debido a las plagas del oidium y la filoxera en Europa), se experimentará un desarrollo notable en la producción agrícola. Esta prosperidad, será patente en un pueblo eminentemente agrario como el nuestro y es entonces cuando se construyen o reforman un significativo número de edificaciones que transformarán considerablemente su aspecto urbano. Inmuebles que son buenos ejemplos de arquitectura eclecticista y que evidencian el intento, por parte de sus propietarios o impulsores, de mostrar su nuevo estatus social o su modernidad al resto de la población.
Pero de entre todas estas reformas, destacábamos por su singularidad, la que acometió, en 1890, Vicente Morales Agramunt, en su vivienda de la actual calle Pascual Piquer. Una renovación que no afectará estructuralmente al edificio (típica casa «a dos manos», que sigue manteniendo su carácter funcional), ni tampoco a su fachada, sólo al interior de la vivienda. Eso sí, de una forma tan vanguardista y culta que nos sorprende, teniendo en cuenta la condición de labrador del titular y por lo tanto, «supuestamente» dotado de mentalidad práctica y pocos conocimientos del mundo del arte y la estética.
Pero, además, nos mostramos sorprendidos de que este mecenas tuviera la iniciativa de encargar, ya en 1900, la decoración mural a dos de los más destacados pintores de la plástica valenciana de entre siglos; Peris Brell y Ricardo Verde.
Efectivamente, aparentemente, si se observa el exterior, la casa encalada en blanco no difiere en nada de otras viviendas populares valencianas, solo sobresalen dos elementos, si se quiere: las espectaculares «brancás» de piedra, que son una magnífica obra de cantería, al estar talladas en una sola pieza; y el enorme portón recubierto por la típica plancha de metal tacheada, que lo protege y decora. Sin embargo, es al cruzar el dintel cuando uno se da cuenta de la excepcionalidad del edificio, ya que tanto el espacio de la entrada (incluidos los dos dormitorios a ambos lados), como el espacio que le sigue y que precede al patio (más ancho y que hace las veces de sala comedor), conforman un aspecto ambiental unitario, destacando la virtuosa ornamentación de diseño modernista. Los suelos y los zócalos, forman composiciones naturalistas y geométricas, motivos que se repiten en las paredes y techos, así como en los elementos de carpintería y el mobiliario; incluso en las yeserías meramente decorativas que simulan pilastras y baquetones con capiteles floreados o una pintoresca portada neogótica que da acceso a la escalera que conduce al segundo piso.
Del comedor también se puede destacar las refinadas pila y chimenea de mármol blanco (personalizada con las iniciales del propietario, como otros objetos), así como el panel de azulejos que recubre esta última; un bodegón realizado por uno de los principales pintores cerámicos valencianos del XIX, Francisco Dasí Ortega, al cual se ha dedicado una sala en el Museo Nacional de Cerámica González Martí. Pero lo que da mayor singularidad a este edificio, como hemos insinuado, son los siete paisajes y escenas costumbristas de grandes dimensiones que cubren las paredes del espacio de acceso en la planta baja, desde el zócalo al techo, y que están enmarcadas por unas cenefas de flores de sabor déco. Obras murales que pintaron: Julio Peris Brell (1866-1944) y Ricardo Verde Rubio (1876-1954), por cierto, el mismo año que ambos intervienen con el maestro Ignacio Pinazo, Antonio Fillol y Luis Beüt en la decoración de la escalinata del palacio de Don José Ayora en la ciudad del Turia. Justo cuando Peris es elegido presidente de la Sección de Clase del Círculo de Bellas Artes de Valencia.
Como comentamos, el encontrar trabajando aquí, a esos dos sobresalientes pintores es, en sí, un hecho excepcional; pero la verdadera curiosidad radica en que lo hacen a la vez, es decir, interviniendo en un mismo espacio, firmando conjuntamente la obra y, al mismo tiempo, en una técnica, el fresco, en la que no se prodigan. Y, además, la en casa que, según se dice en el pueblo, fue taller de nuestro gran fresquista del siglo XVIII, José Vergara. Por otra parte, sabemos, por fuentes familiares, que la primera de estas felices coincidencias probablemente se deba a que Peris Brell mantuvo, en esta época, una relación sentimental, con la hija de Vicente: Teresa. Esto justificaría la presencia del artista aquí; la de su amigo Verde, probablemente, se debiera a la envergadura del encargo. Es viable la hipótesis de que el más veterano, cuyo estilo empieza a consolidarse, invitara a colaborar a su colega, pues era muy afín, entonces, a su ideario estético (más tarde variará drásticamente). La pincelada suelta y ágil de ambos (muy apta además para esta técnica del fresco, que exige rapidez ejecutoria) y la luminosidad de su paleta, dejan de manifiesto su admiración por Pinazo y Sorolla, también la factura realista y la temática regional que practican; aunque dada la personalísima dicción que irán adquiriendo, no se les puede incluir entre sus epígonos.
En estos frescos de juventud, elaborados sin grandes pretensiones y con claro aliento decorativo, se puede intuir la diferente mano de cada uno, aunque el resultado es bastante uniforme. Como hemos afirmado, se mantienen dentro de los cauces temáticos por los que se conducía la plástica valenciana de entonces; con paisajes en los que se hace referencia a lo autóctono, como los dos que se pueden observar en la parte derecha del espacio. Aquí se representan los motivos más tópicos y representativos del agro valenciano, las barracas soleadas y un paisaje de la albufera con las características embarcaciones de vela latina; ambos con un amplio celaje, como el del resto de las obras, que sirve, además de para adaptar la composición al formato vertical del muro; para mostrar la claridad de la atmósfera de nuestras tierras. Éste interés, les hará trabajar, como otros pintores de esta época, al aire libre, para captar sus impresiones cambiantes y vibrátiles, secundando ese espíritu plenairista de los pintores modernos de finales del XIX. Para ello se desplazarán al ámbito geográfico más próximo, a las zonas de litoral, pero también a las de interior, como la nuestra. Así, en la parte izquierda de la sala, podemos ver otras escenas, de evidente interés etnográfico, en las que se representan vistas agrestes de nuestro entorno, incluso arquitecturas, costumbres o actividades propias de la zona; como el pastoreo de la primera escena o las que se reflejan en la cuarta, donde se ve un cazador, con su perro, unos mozos cocinando en una paella u otros danzando, resueltos con una gran vivacidad y espontaneidad. Estas escenas de matiz costumbrista, demuestran esa gran capacidad de observación que les llevará a convertirse en dos de las grandes figuras de la nueva tradición del paisaje valenciano.
En esta parte de la sala también nos llaman la atención otras dos panorámicas de ecos románticos, que no están muy lejos del regionalismo poético y ornamental que presentan ciertas obras de Mongrell. En uno de ellos se representa una pintoresca fortificación medieval, mientras que en el otro se muestra un paisaje idealizado del norte de España, donde aparece una figura femenina ataviada con un traje regional, similar al de Galicia, que Peris Brell representó en alguna otra ocasión, como en el cuadro «Idilio campestre» o en el conocido retrato que hace de sus hijas Julieta y Salvadora. En la última de las escenas, de menor tamaño, aparece otra figura femenina que ocupa la mayor parte del espacio y porta un cántaro y un botijo, piezas típicas de la alfarería chivana. Al parecer se trata de una vecina de la familia de los «chatos».
Pero además Peris interviene en otras obras para la familia, así, ya había pintado al óleo, un año antes, los retratos de la esposa de Vicente Morales, Teresa Lahuerta Ferrer y la efigie del tercero de sus hijos Ricardo. Éste de formato más pequeño, aunque, sin duda, el de mayor calidad, es de 1901, y nos recuerda al que el artista hará de su propio hijo «Tomaset» algo más tarde. En todos ellos, es patente la sobriedad de su paleta, la elegancia, la atmósfera intimista, mostrando su maestría en el manejo de las luces y las sombras, así como un eficaz intento de captación psicológica. Por otra parte, en la casa se colgaba otro cuadro del patriarca firmado por F. Lorente en 1894.
En cuanto al estado de conservación de los frescos, hay que lamentar, en varios de ellos, algunas rascaduras provocadas en la última guerra civil, al apilar, en contacto con ellos, cajas de armamento, ya que la vivienda sirvió de depósito de armas para el bando republicano. Ésto también nos lo revelan Vicente y María Teresa Morales Bernat (de nuevo, tenemos que agradecerles su colaboración), y se publicó en el número 6 de Átame; entonces, David Mújica, también nos había aclarado que esa fue una de las causas por las que la Legión Cóndor alemana bombardeó esa zona en 1938, causando cuatro muertos.
Como en el artículo mencionado queremos finalizar este texto insistiendo en su valor, como un lugar emblemático del patrimonio local y un apreciado espacio museístico; también como el entrañable testimonio de una amistad y como historia viva.
*Foto Kike Sempere (Átame, nº 7)
JCM
Fecha de publicación: 28/04/2021