Si hay un árbol que podríamos utilizar como símbolo de nuestra cultura, de nuestra esencia es, sin duda, la garrofera o algarrobo (Ceratonia siliqua). Una especie lóngeva, briosa, resistente, rústica, de tronco grueso y ramas poderosas, con hoja perenne y copa ancha, que puede superar los diez metros de altura. Un árbol que, según el especialista Vicente Serena, es autóctono de la península y de ahí que esté completamente adaptado a las zonas de secano de nuestro extenso pie de monte.

La garrofera fue el árbol sagrado para diferentes culturas mediterráneas, siendo símbolo de fuerza y de pureza, de vida, para los romanos; esos que habitaron La Incolla, Viñas o Urrea. Pero, también, fue venerado, por los cristianos, bajo la protección de San Jorge. De hecho, existen referencias a la algarroba en los Evangelios e incluso se cuenta que Moisés endulzó las aguas amargas del Mar Rojo para dar de beber a su pueblo durante el éxodo.
En nuestras tierras, como en la mayor parte del litoral mediterráneo, el «Kharrub», como lo llamaron los árabes, se cría en la zona de secano y en altimetrías inferiores a 600 m. Tenemos datos escritos de 1611 (Archivo Fundación Ducal de Medinaceli), sobre la exención de pagar diezmos y tercios de los frutos de las garroferas (también de las viñas) de la Baronía de Chiva a los nuevos pobladores. También, en 1793, el científico ilustrado, botánico y naturalista Antonio José Cavanilles destacaba la extensión de este cultivo aquí:»Aumentan lo pintoresco de aquel sitio, los corpulentos algarrobos arraygados en peñas descarnadas,…».Unos garroferales que sirvieron como alimento a las personas y a las caballerías, en un pueblo que contaba entre sus actividades principales la arriería, sobre todo a partir del siglo XVIII (cuando hay un aumento de la actividad comercial), al estar ubicado en el Camino Real a Madrid; pero también sirvió como receta para la cura de las fiebres veraniegas de los arrozales (paludismo), siendo nuestro pueblo, también, en esa época, uno de los principales centros arroceros valencianos (cultivo que, como veremos, en otra ocasión, será importante hasta mediados del siglo XX, en el Armajal).
Así mismo, hoy en día, aún contamos con numerosísimos ejemplares multicentenarios de gran tamaño, algunos de más de seis metros de cuerda, según estudios publicados desde la Plataforma para el Estudio y la Conservación de la Sierra de Chiva (Véase el artículo Chiva, el país de las últimas garroferas centenarias en publicación Átame, nº 5). De hecho, somos el municipio donde queda un mayor número de estos monumentos vivos y muchos de ellos, unos 160, se encuentran en el paraje en el que se pretende emplazar el macroparque fotovoltaico de Brihuela; en la última de las dehesas valencianas, de gran importancia medioambiental, pero también económica. No hay que obviar que la garrofa, cada vez tiene más aplicaciones de gran interés, aparte de las gastronómicas o farmacéuticas. Incluso su goma, ha sido utilizada por científicos de la NASA para sus misiones.
Es una pena el retroceso de su cultivo, durante el pasado siglo (debido a la extensión del regadío, o la ampliación de redes viarias y urbanizaciones), ya que, además, el algarrobo, es fundamental para evitar la erosión y los incendios forestales o fijar y enriquecer los suelos y el aire. Es un micro-hábitat del que se aprovechan muchas especies, pues ofrece alimento y cobijo a muchos mamíferos, aves e insectos, constituyendo un magnífico ejemplo de ecosistema equilibrado entre hombre y naturaleza. Así mismo, como también se señala en la última campaña para salvarlos (https://chng.it/4ptkK2jf), ayudan a combatir las plagas agrícolas y establecen un equilibrio ecológico actuando como corredores verdes muy importantes, al permitir el flujo de tránsito para la vida silvestre, tanto animal como vegetal.
Una lástima, pues, que ahora, con el boom de las renovables, se tengan que talar estos árboles, que plantaron nuestros abuelos sabiamente, pensando en un futuro mejor para sus hijos y su entorno natural, sabiendo que, debido a su lento crecimiento, ellos no les sacarían partido alguno. No olvidemos que tardan unos veinte años en dar algo de cosecha, por eso remarca el dicho popular: La viña la planta uno mismo, la olivera el padre y la garrofera la plantó el abuelo.
Ellos nos dejaron un legado propio irreemplazable que debemos proteger. Quizá, ya se debería haber estimulado financieramente a quienes las han conservado e igualmente se tendrían que haber protegido, como se ha venido reivindicando desde asociaciones como la Plataforma para el Estudio y la Conservación de la Sierra de Chiva, todas las arboledas de nuestro término (sobre todo en el entorno del gran paraje natural municipal); también esas otras plantaciones de árboles viejos y emblemáticos, con variedades genéticas seleccionadas por nuestros agricultores a lo largo de la historia y adaptadas completamente a nuestra zona.
Estas arboledas no pueden verse amenazadas por actividades, como ocurre ahora, como las nuevas plantas fotovoltaicas que asolen nuestro entorno. Hay otras opciones para instalar estas infraestructuras sin dañar estos ecosistemas únicos. Por lo tanto, se debe evitar esta barbarie, que puede suponer un gran atentado ecológico en nombre de la «sostenibilidad» y que, en realidad, parece un modelo de enriquecimiento de grandes corporaciones y fondos de inversión, sin ninguna consideración por los valores ecológicos, culturales y paisajísticos.
La garrofera ha vivido siempre en completa armonía con nosotros, produciendo un producto de gran calidad y poco coste, sin tratamientos químicos y cumpliendo, este sí, todos los criterios de sostenibilidad; creando un hábitat completamente equilibrado, favoreciendo a una gran diversidad de especies y ofreciéndonos un paisaje singular, como hemos dicho, de incalculable valor. Es pues una de las grandes joyas de la parte baja de nuestro término, el gran escudo de nuestra identidad.
Firma por el futuro de la garrofera, por nuestro futuro: https://chng.it/4ptkK2jf
Fecha de publicación: 19/03/2021