El próximo día uno de noviembre, conmemoraremos el “Día de todos los Santos”. Como es tradicional, el cementerio, está manteniendo un horario especial, debido a la festividad. Lo que algunos no saben es que a éste, le sigue el “Día de los Muertos”, que en Chiva se llama “De las almicas”, con una celebración que ha perdido parte de su esencia, debido a la globalización y la adaptación de festejos, más mediáticos, importados de EE.UU.
Es en esta festividad nacional cuando, tanto los vecinos, como los que han emigrado, se acercan al cementerio para limpiar las tumbas de sus seres queridos y adornarlas con flores; convirtiéndose este acto íntimo y entrañable, en un gran acontecimiento social. Sin embargo, el carácter tradicional de esta costumbre religiosa, ha cambiado mucho en los últimos años. Hace unos años, este festejo se celebraba de forma serena y recogida, asistiendo a oficios que continuaban en la “Jornada de Difuntos” o de “Ánimas”; o ensalzando el recuerdo y el respeto a los seres queridos desaparecidos. Ahora todo es jolgorio, con la charlotada yanqui, del “Halloween”. Una fiesta de que se ha difundido a través de los colegios y los llena de “calabazas”, de igual forma que llena las discotecas, también, con todo tipo de disfraces. No sé, si para bien o para mal, se aleja a los niños de la muerte real y cercana, para banalizarse lo macabro. Del homenaje, se pasa, prácticamente a la parodia y el cachondeo mercantilizado.
Se ha impuesto, pues, la globalización y la influencia mediática, pero, como toca en estas fechas, siempre podemos acudir al recuerdo. Y recuerdo, que, antes del Halloween, en nuestra tierra, se celebraba ese día misterioso en que las ánimas tenían permiso especial de los cielos para visitar a los familiares aún vivos. Me vienen a la memoria, todas aquellas costumbres, que se desarrollaban ahora, en esa época de espera y reflexión que, en nuestro calendario agrícola, seguía a la cosecha, al final de la recolección y sus intensas celebraciones.
Y recuerdo la noche de las “Almicas”, la que seguía a la jornada en que se honraba a todos los santos. La casa se limpiaba y se adornaba con flores, bien de mañana, se preparaba para la visita de las almas, que volvían a descansar, a la que había sido su casa en época de vivos. Se comían buñuelos y se encendían las minetas o “mariposas”, que eran lamparillas que flotaban en aceite. Eran círculos de corcho, para que pudieran flotar en el aceite usado que se emergía sobre el agua del fondo; y otro papel redondo superpuesto, fabricado con restos de cartonaje o de máculas de imprenta. En su centro, se izaba una torcida, impregnada en cera, que portaba la luz dedicada a la memoria de cada ser querido desaparecido. Se colocaba una por cada difunto y se dejaban consumir totalmente, no se apagan. Yo lo veía esto en casa de mi abuela María que decía que esta luz ayudaba a las ánimas benditas a seguir su camino al cielo. Desde luego, esas improvisadas luces, daban a la estancia un ambiente fantasmal.
Para entrar más en materia, al atardecer, se solían contar historias y leyendas locales de terror en unas calles que se iban quedando vacías. Se cerraban, a cal y canto, todas las puertas y se apagaban todas las radios o televisiones. Todo quedaba en un silencio sobrecogedor, solo interrumpido por las campanas de la iglesia que repicaban a difuntos toda la noche. Los niños, desde luego, lo pasábamos mal esa noche, nada que ver con los que van hoy, por los portales, con las calabazas de plástico, con la monserga esa de “truco o trato”. Si bien, desde luego, era un ritual tétrico, lo cierto es que también servía para ponernos en contacto con todas las tradiciones de las generaciones pasadas, para dar continuidad a su memoria y a sus desvelos.
A estos rituales en torno a las ánimas que parecen unir, de forma simbólica, el ciclo de la muerte con la misma resurrección, les sucederá la “Fiesta de Santa Cecilia”, el domingo posterior al veintidós de noviembre, y la Purísima que parecen completar un ciclo también de carácter moral.
JCM
Centro de Estudios Chivanos (CECH)