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¿Sabías que un conocido periodista calificó a Chiva como “la villa de las cien fuentes”?

Efectivamente, el escritor y periodista ayorino José Rico de Estasen se refirió a nuestra villa en estos términos: «de las cien fuentes» (algo que, hoy, nos llama la atención), como veremos en uno de los artículos que dedicó a nuestro pueblo y que vamos a reproducir a continuación. Éste es un texto, escrito en el tono ampuloso del que, con frecuencia, hace gala y que se editó en la revista barcelonesa La Hormiga de oro el nueve de abril de 1931.

Hay que reseñar que, antes de la guerra civil, este autor, fue colaborador, entre otras publicaciones, del semanario tradicionalista La Defensa y de revistas como la madrileña Mundo gráfico o la que hemos citado anteriormente, de ideología católica y carlista, en la que, por cierto, insertó otro artículo dedicado al Dr. Corachán (al que ya hicimos referencia). Además, este escritor falangista (muy interesado por los temas históricos) fue funcionario de prisiones en la posguerra, coincidiendo su periodo como director del Reformatorio de Adultos de Alicante, con la época, parece ser, en que falleció de tuberculosis, en el mismo, el poeta Miguel Hernández.

      Por último, solamente apuntar, antes de transcribir el texto, que Rico de Estasen fue el autor de la letra del himno local: Salve Chiva. Una pieza compuesta por el que fue director de nuestra Banda de Música, de 1930 a 1932, Abelardo Alfonso Ordura.

«De noble abolengo español: Chiva, la villa de las cien fuentes.»

La huerta

      En la carretera general de Madrid, a treinta kilómetros de Valencia, en el punto céntrico del sendero de ilusión que va de Buñol a Cheste, Chiva es remanso que nos invita a soñar.

      El paraje donde asienta sus reales no puede ser ni más sugestivo ni más bello: lo que fue huerto se transformó en jardín, y de la paramera infecunda surgieron las frondosas hueras -vides, olivos, algarrobos, naranjo- que son orgullo del reino valenciano.

      Perderse por los tortuosos senderos que van orillando sus regadíos es marchar en pos de una interminable sugerencia. Son campos llenos de espigas por entre las cuales dasn sus notas de color sangre las amapolas; rincones escondidos donde esbeltas palmeras mecen al viento sus elevadas cimeras, en un suave y ondulante balanceo; inclinadas laderas que, cual cuesta que conduce al castillo, orillada de verdinegros cipreses, entonan constantemente la canción de la belleza y de la vida.

El agua

      La población blanca, limpia, aseada, llana, tiene un secreto encanto acogedor y cordial. La cal infunde a los edificios una brava nota de visualidad y, por obra y gracia de su impecable albura, para el viajero que viene de Valencia, para el turista que llega de Madrid, Chiva es como una bandada de palomas blancas que, para hallar descanso en su mensajera peregrinación, hubiese detenido el vuelo en el declive de una montaña.

      Si hubiese de ser el único apologista de la villa de que nos ocupamos, si plumas mejor cortadas que la nuestra no hubiesen buceado hartas veces en su regazo perfumado y fecundo, yo bautizaría a Chiva con los títulos de «la clara», «la limpia» y, más justamente, con el de «la villa de las cien fuentes».

      El agua es el principal motivo de su urbana ornamentación. En ningún otro punto de España se da, como aquí, el líquido elemento, en tan alto grado de superabundancia. Son las fuentes escondidas en casi todas las calles de la población que, sosegada y mansamente, sirven para abastecer el vecindario; los regatos limpios, claros, transparentes, murmuradores, que nos salen al paso aquí y allá; es el soberbio estanque de la Plaza Mayor; es la moderna fuente de los veintiún chorros , con las de Segorbe y Játiva, la mejor sin disputa, del reino valenciano, que desgranando líricamente el tesoro de sus aguas sobre el tazón donde canta el surtidor, es admiración de propios y extraños y, desde luego, un motivo de orgullo para la población.

La iglesia parroquial

      La iglesia parroquial de Chiva es una de las más hermosas de la provincia. Construida en el siglo XVIII, en la época de la llamada restauración académica, bajo la advocación de San Juan Bautista, con majestuoso frontispicio, de tres naves, crucero y elevadísima cúpula, sorprende al visitante con el cuantioso caudal de sus encantos.

      El altar mayor, el presbiterio, la sacristía, las pinturas murales, los medallones de los cuatro evangelistas, al fresco, en el arranque de la bóveda, son interesantísimos y, mucho más, un «Ecce Homo» de Juan de Juanes, que se venera en uno de los altares laterales. Hay que añadir que los hermanos Vergara, que pasaron largas temporadas en Chiva, hicieron de este templo un museo.

El Castillo

      En la cumbre de un cerro, al que se llega a través de un romántico calvario, y desde donde se domina un panorama espléndido, hay una ermita sumamente interesante, donde se venera una antiquísima imagen de la Virgen, aparecida milagrosamente, según tradición popular, a unos pastores allá en los años viriles del Medioevo.

      Entre las innumerables obras de arte que en tal punto se conservan, se destaca un antiguo retablo coronado de viejos blasones que prestan a la gracia de una arcaica proceridad. A uno y otro lado del altar en cuestión hay dos tablas flamencas del siglo XV -«El bueno y el mal ladrón»- consideradas como unas de las más bellas de cuantas de aquella época existen en España. Ocupa el centro del altar un Cristo pendiente de la Cruz en el supremo instante de la agonía, obra de Martínez Montañés, que con su belleza serena y edificante, justifica por si sólo una peregrinación.

      La imagen titular del eremitorio es la Patrona del lugar, bajo al advocación de la Virgen del Castillo, y el principal motivo para esas fiestas, de inusitada pompa y fastuosidad, que tantos forasteros llevan a Chiva en los días bulliciosos de la Pascua de Resurrección.

      Junto a la ermita del monte están las ruinas del antiguo castillo. Los indestructibles cimientos de este grandioso monumento de la antigüedad, en el que las generaciones todas dejaron las profundas huellas de su paso. Para los que saben bucear en la esencia de las cosas, dicen claramente del heroísmo de un pueblo que, por haber cumplido siempre con su deber, mereció de los poderes públicos los gloriosos títulos de «Valiente, honrado y muy leal».

Las murallas

      Testimonio del pasado heroico de Chiva son, también, las murallas, cubos y bastiones que circundan el caserío en el llamado Barrio de Bechinos.

      El pueblo de Chiva fue construido estratégicamente a uno y otro lado de un barranco, que más de una vez ha llenado de duelo a los habitantes del lugar con sus impetuosas avenidas. Y allí donde con más ímpetu se deslizan las torrenteras, en un punto que en los azares de la guerra podía quedar a merced del invasor, fue donde las razas primitivas que poblaron a Chiva levantaron esas piedras que los siglos y la historia han hecho sagradas.

      Lo que más perspectiva ofrece a la insaciable curiosidad del viajero, es un edificio prerromano, mitad bastión, mitad fuerte, cimentado sobre la gigantesca concavidad de una roca, los muros de un espesor de dos metros, adornado su interior con artísticos azulejos. El pueblo ha forjado en torno a su férrea traza todo un mundo de leyendas y fantasías, y lo ha bautizado con un nombre sugestivo: La Torreta.

La batalla

      Resumen de las glorias y de las tradiciones de Chiva es la batalla que en 15 de julio de 1837 se libró en su recinto y en sus campos, y en la que se cosecharon tantos laureles que, para ponerse a tono con ellos, le fue forzoso al Gobierno crear una medalla conmemorativa que lleva la siguiente inscripción: «Disciplina y valor vencen la fuerza. BATALLA DE CHIVA. 15 de julio de 1837».

      El caudillo de las tropas vencedoras fue Don Marcelino de Oraá, a quien tan señalada victoria valió la Cruz Laureada de San Fernando. Las fuerzas carlistas, mandadas por el general Cabrera, daban guardia de honor a Carlos V y se hallaban acampadas en las alturas del castillo.

      La victoria, tras largas horas de lucha, se decidió por los constitucionales. Las bajas de los carlistas no llegaron a mil, y las de los cristinos pasaron de seiscientas. Don Carlos, al amparo de las fragosidades del territorio, marchó por Chelva a Cantavieja, y Valencia, a quién más directamente interesaba el resultado de la contienda, pasado el peligro de posibles perturbaciones, respiró tranquila.»

      En la publicación Mundo gráfico ya había escrito, casi un año antes (28-5-1930), el mismo artículo, solo que con un colofón que, también, reproducimos:

      «Impresiones de unos días inolvidables en Chiva: evocaciones remotas; en las huertas y en los campos, incesante rebullir de polen de la fecundación; letanías de fuentes, limpieza y blancura que, a la faz del Sol, del mismo modo que en las cosas, reverbera en las almas; lento dialogar con ancianos supervivientes de fratricidas contiendas. Valencia está cerca. Nos anima la brisa que viene del mar.»

JCM

     

Fecha de publicación: 24/02/2021

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